La última década del siglo XX y la primera del siglo XXI, se caracterizaron por la deslocalización de la actividad industrial desde los países desarrollados hacia los denominados países en vías de desarrollo.
En España los CEOs y directivos de miles de empresas, apoyadas con dinero público de Europa, del ICEX y de las agencias de comercio exterior de todas las CCAAs, viajaron a diferentes países en busca de una nueva ubicación ideal.
Gran parte de ellos acabaron deslocalizando sus centros de producción a Asia, algunos a Latinoamérica, y unos pocos a África. Lo que se celebraba como un éxito de internacionalización realmente escondía tanto un gran error como la pérdida de una gran oportunidad.
El error de dejar de producir productos básicos de todo tipo en cercanía, como moda, materiales de construcción, componentes industriales, etc., supone depender de terceros países y, además, incrementar la huella medioambiental de esos productos debido a su transporte.
Y la oportunidad perdida de haber utilizado esa deslocalización como un incentivo para que los países en los que se implementaron esas fábricas adoptaran las mismas medidas medioambientales y laborales que existían en los países de origen.
Para que nos entendamos, una empresa de calzado del Levante español dejó de producir en España para hacerlo en un país asiático. Sin embargo, en ese lugar no implementó las depuradoras de tintes y cueros necesarias como lo haría en un país europeo, ni garantizó los estándares mínimos laborales exigidos en Europa, como días de vacaciones, horarios dignos y seguridad laboral
Si se hubiera llevado a cabo correctamente, se habrían logrado ahorros en costos (que era el objetivo buscado, un objetivo legítimo); además, se habría mejorado la calidad de vida de las personas trabajadoras en esos destinos y se habrían elevado los estándares medioambientales en esos países.
Luego vino la crisis, con elevadas tasas de desempleo; más tarde llegó el Covid-19 y la escasez de suministro de productos fundamentales, así como la inflación.
Nada hemos aprendido. Ayer fue la industria, hoy son los tomates, pepinos, y verduras en general, los alimentos más básicos, junto con el agua, esenciales para la vida. Hoy, Europa está a punto de cometer el mismo error otra vez.
Hoy escuchamos que se sugiere reducir los estándares medioambientales en la producción agrícola para evitar que se traslade a otros países. Sin embargo, en lugar de eso, deberíamos incentivar y exigir a países como Marruecos, que han aumentado su producción agrícola y compiten con la nuestra, que mantengan las mismas condiciones ambientales (evitando el uso de químicos que erosionan la tierra y nos contaminan a nosotros como consumidores) y laborales que tenemos en Europa. Esto se llama competencia justa, para todos los involucrados.
Compitamos por quién hace mejor las cosas en términos de sostenibilidad con mayúsculas: calidad de producto, protección del medio ambiente, impacto social positivo en las personas trabajadoras y las comunidades, y gobernanza colaborativa entre Estados; no por quién produce más barato.
Cuando hablamos de ser resilientes y de fomentar la producción local, no nos referimos al proteccionismo, sino a un principio básico: la proximidad entre la producción y el consumo. Esto es fundamental para la sostenibilidad ambiental y social, así como para una buena gobernanza en todos los niveles (local, nacional, europeo y global)
Ayer fue la industria, hoy son los tomates… A ver si a la tercera aprendemos de qué se trata esto de la sostenibilidad global aplicada desde lo local.
Artículo escrito por Diego Isabel La Moneda